viernes, 11 de septiembre de 2009

Fernando Lugo tras los pasos de Manuel Zelaya

Fernando Lugo tras los pasos de Manuel Zelaya

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Luís Agüero Wagner

"Una máscara nos dice más que una cara". Oscar Wilde



Dijo Marco Anneo Lucano que bajo la máscara de la temeridad se ocultan grandes temores, y tales parecen aflorar bajo el semblante del gobierno paraguayo, enfrascado en una diversiva guerra semántica sobre la democracia participativa, representativa, “burguesa”, de cara lavada o de maquillaje, en tanto negros nubarrones ensombrecen lontananza.

Una de las consecuencias más indeseables del deplorable golpe de estado que depuso al hondureño Manuel Zelaya es la psicosis de contagio que ha generado, sobre todo en gobierno sin respaldo parlamentario y con popularidad en vertiginoso descenso, tales como el del obispo Fernando Lugo.

La coyuntura es propicia para una salida semejante, cuando un gobierno de gestión casi nula empieza a ser mal visto no ya por sus críticos, sino también por sus propios electores.

“Sabíamos que Lugo, por inexperencia, iba a cometer errores: ¿qué presidente no los ha cometido? –opina la ex candidata presidencial del Partido Colorado, Blanca Ovelar-. Pero de ahí a recurrir siempre a un discurso de honestidad no comprobada, que tampoco demuestra apego a la institucionalidad del estado, emitiendo por lo general señales ambiguas, en nada pueden contribuir al cambio prometido”.

¿EL MAYOR FRACASO DE LA HISTORIA?
El incisivo analista y editorialista Alberto Vargas Peña no se ahorra golpes a la hora de evaluar el primer año de gobierno de Lugo.

“Desde el mismo 16 de agosto- dice el articulista en una columna de “El Universitario”- se vio bien claro que Fernando Lugo no haría nada por cambiar realmente las cosas y que seguiría inmerso en el pantano”.

“Desde entonces, los indicadores económicos paraguayos descendieron notablemente, y el país apareció en los últimos lugares. Un logro notable para un gobierno que sostenía que venía a luchar contra la pobreza. Lo mismo ocurrió con los indicadores de la educación y de la salud” añade.

“La corrupción ha crecido, el endeudamiento también, la justicia no existe, la seguridad tampoco” sigue Vargas Peña, y finalmente concluye:

“Jamás, en los doscientos años de vida paraguaya independiente, un gobierno presentó un fracaso tan extendido y profundo, como el de Fernando Lugo. Y ninguno, presentó un año inicial tan vacío”. La última encuesta no desmiente a Vargas Peña, ya que dio un abultado 75 por ciento de rechazo al gobierno del obispo.

Con este panorama, no es difícil presagiar turbulencias en el horizonte.

¿PARAGUAY NO ES HONDURAS?
El narrador y poeta estadounidense William Faulkner escribió que lo que se considera ceguera del destino en realidad es miopía propia, y los mediocres discursos políticos del actual gobierno de Paraguay parecerían confirmarlo. Después de todo, como lo sentenció Thomas Hobbes, una democracia no es en realidad más que una aristocracia de oradores, interrumpida a veces por la monarquía temporal de un orador.

En un acto político de apoyo a su gobierno, que despertó fuertes críticas de la oposición por contar con el respaldo de la infraestructura estatal, el clérigo-presidente Fernando Lugo desafió a sus adversarios a que intenten desalojarlo del poder, espetándoles la frase “Paraguay no es Honduras”.

Una actitud parecida había tenido un par de décadas atrás el ministro del Interior del dictador Alfredo Stroessner, Sabino Montanaro, cuando aseguró en un mitín político de que el Paraguay no era “una republiqueta bananera del Caribe”. Poco después, su jefe fue derrocado en un cuartelazo tan característico de los países bananeros, y el ensoberbecido ministro acabó como exiliado político en Honduras, precisamente una de las republiquetas que había aludido de manera tan despectiva.

En la realidad, pocos países en la región tienen un temperamento tan centroamericano como Paraguay, cuya capital no sin tino fue calificada por la escritora argentina Stella Calloni como “la más centroamericana de Sudamérica”.

La jactancia de Lugo también recuerda la paradoja que nos señala precisamente un hondureño, Augusto Monterroso, cuando dice que “Hispanoamérica no ha inventado los dictadores; ni siquiera los pintorescos y mucho menos los sanguinarios”. Los dictadores son tan antiguos como la historia, pero nosotros, de pronto, asumimos alegremente esa responsabilidad y en Europa, “que con dificultades ha vivido sin uno desde que los romanos les dieron nombre”, hace algunos años comenzaron a pensar qué divertido, cómo Hispanoamérica puede dar estos tipos tan extraños, olvidando que ellos acababan de tener a Salazar, a Hitler y a Mussolini, y que todavía contaban con Francisco Franco.

En uno de sus ensayos Monterroso recuerda que en una oportunidad Mario Vargas Llosa le escribió una carta sugiriendo el proyecto de coordinar un libro de cuentos sobre dictadores hispanoamericanos. Integrarían el libro relatos de Alejo Carpentier (quien se encargaría del cubano Gerardo Machado), Carlos Fuentes (del mexicano Antonio López de Santa Anna), José Donoso (del boliviano Mariano Melgarejo), Julio Cortázar (del argentino Juan Domingo Perón), Carlos Martínez Moreno (del argentino Juan Manuel de Rosas), Augusto Roa Bastos (del paraguayo José Gaspar Rodríguez de Francia), Mario Vargas Llosa (del peruano Luis Miguel Sánchez Cerro), y, finalmente, el mismo Augusto Monterroso, del nicaragüense Anastasio Somoza padre, de quien dice el hondureño “lo mejor que le sucedió en la vida fue que el presidente de los Estados Unidos Franklin Delano Roosevelt lo honrara diciendo de él que era un hijo de puta, pero de cualquier manera suyo, de los norteamericanos”.

No existe la casualidad, y lo que se nos presenta como azar surge siempre de fuentes más profundas, atisbó Schiller.

Decir que Paraguay no es Honduras suena tan alejado de la realidad como pretender de que Stroessner nunca coincidió –en tiempo y métodos- con Duvalier o Somoza, y que la literatura latinoamericana es aburrida porque no tiene razones para ser tan homogénea.

O que a la caída del dictador correspondiente, jamás se pretendió implantar un duvalierismo sin Duvalier en Haití, un estronismo sin Stroessner en el Paraguay de fines de la guerra fría, o un coloradismo sin partido colorado en el actual “proceso de cambios”.

Dijo Voltaire que a lo que llamamos casualidad no es ni puede ser sino la causa ignorada de un efecto desconocido, a lo que Lamartine agregó que nos da casi siempre lo que nunca se nos hubiere ocurrido pedir.

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